“Hombres necios que acosáis/a la mujer con pasión”,
pudiese ser la versión actualizada de esos versos octosílabos tan conocidos y
aclamados por las mujeres hispanoamericanas.
Si Juana de Asbaje y Ramírez viviera hoy, sin duda alguna utilizaría su
valiente y contundente pluma para denunciar el hostigamiento constante del cual
son objeto las mujeres alrededor del mundo.
No importa que estemos en el siglo XXI, como si el solo hecho de estarlo
equivaliera a haber destruido las barreras divisorias que por centurias han
existido. La situación de la mujer en
algunos países es comparable a la que prevalecía en el medioevo.
Ya
sea a causa de la religión, la tradición o la ideología, el status de la mujer
en la mayoría de las sociedades, salvo contadas excepciones, siempre ha sido
inferior al del hombre. Siempre se le ha
segregado o, en el mejor de los casos, considerado como simple objeto de
ornato. Lo que trae como consecuencias
el que no se le permita desarrollar su potencial, el que se le impida hacer
aportaciones importantes para el bien colectivo, el que se carezca de su
perspectiva única en la resolución de cuestiones de primer orden, el que se le
orille a llevar una vida dependiente y por lo tanto sofocante, y el que se le
trate de forma indigna, humillante y vil. Quizá esto último represente el
aspecto de mayor repulsión en el tratamiento hacia el llamado sexo débil.
De
acuerdo con lo anterior, el acoso sexual sería uno de los tratos más
deplorables dispensados a las mujeres. En términos generales, ellas lo empiezan a
sufrir desde la pubertad y no se ven
libres de él hasta que están muy entradas en años. Sólo cuando la edad se encarga de
proporcionarles la anatomía propia de la vejez, pueden sentirse a salvo de ser
el blanco de la lascivia masculina. No
hace falta indicar los lugares en donde son más propensas a padecer esta
modalidad de acoso, puesto que en todas partes están expuestas. Desde el auditorio de una iglesia, pasando
por la calle, hasta la sala de un velatorio.
Tampoco hace falta señalar que los parientes, los condiscípulos, los
compañeros de trabajo y los transeúntes ociosos son los encargados de hacerles
pasar malos ratos. ¿Qué mujer puede sentirse segura en
circunstancias como éstas? ¿Qué mujer
puede confiar plenamente en un hombre cuando ya ha sido víctima de la lujuria
de otro? ¿Qué mujer puede sentirse bien
con su cuerpo cuando éste supone un peligro para ella?
Se cree que un piropo obsceno no
es nada que amerite sanción, ni que un roce impropio sea castigable, ni que una
mirada descarada sea vituperable. Sin
embargo, todas estas acciones aparentemente intrascendentes pueden desembocar con el paso del tiempo en agresiones sexuales
cuyas repercusiones son difíciles de evaluar.
El acoso sexual -en todas sus formas- hacia las mujeres no es un asunto
menor, es un tema que precisa un estudio minucioso con el fin de hallar los
mejores mecanismos para prevenirlo y combatirlo. Hombres y mujeres debemos hacerle frente conjuntamente
a este flagelo. La indiferencia no sirve
para nada, el quedarse de brazos cruzados es una ofensa. En un mundo donde priva el desinterés por el
bien ajeno, urge hacer la diferencia trabajando con ahínco en pro de la
dignidad humana.
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