Un día en el “sobre ruedas” es como una noche
en la feria sólo que sin los juegos
mecánicos ni los fuegos
artificiales. Es introducirse en una
nube de compradores cuya densidad mengua conforme declina el día. Es probar las
amargas mieles del bajo poder adquisitivo.
Es fantasear un rato, es creer por un instante y nada más por un
instante que estamos en alguno de los grandes centros comerciales de New York o
de París mientras nos probamos un pantalón estadounidense de factura china,
vietnamita o mexicana. Un día en el “sobre
ruedas” es un día en que se luce en las muñecas la libertad y la serenidad: las
pulseras que el detector de metales de la fábrica confinó a los muros silentes
del hogar.
El
mercado ambulante, el provisional, el que apuesta por un nomadismo sedentario,
el mejor conocido como “sobre ruedas” o como
“la mesilla” o simplemente como “el sobre”,
forma parte indisoluble del paisaje comercial de Tijuana.
Llega a establecerse un día en particular de
la semana en las calles más transitadas y por temporadas peligrosas de los
barrios populares y de algunos
fraccionamientos clasemedieros. Desde
muy temprano invita a su feligresía a rendirle culto al Santo Niño Consumido
patrono de las clases subterráneas, inferior en categoría y en número de
creyentes al Santo Niño Consumismo patrono de la clase divino-celestial. Llega pero con la intención de irse, llega
para no quedarse, para no echar raíces en las aceras suburbanas porque por eso
es “sobre ruedas”, su destino es ir de
acá para allá sobre los neumáticos gastados de las camionetas o trocas como
usted guste llamarle, que una imaginación aún no dañada por las series de
televisión estadounidenses podría comparar con los camellos cargados de mercancías de las antiguas caravanas
árabes.
Su constante movilidad nos
recuerda que las oportunidades nunca deben desaprovecharse, y mucho menos las oportunidades comerciales, a
las ofertas hay que tomarlas en el acto quién sabe si la próxima vez las veamos,
quién sabe si la próxima vez encontremos
zapatos de marca tan baratos, quién sabe si la próxima vez hallemos esa
computadora portátil con la última versión de Windows desechada por algún
riquillo cansado de las obsoletas cosas nuevas.
Universitarios
sin libros que los delaten como tales, estudiantes con pinta de futuros capos,
amas de casa con sus hijos en brazos y en carreolas, madres solteras en busca
del casamiento, obreros redimidos momentáneamente de la maquiladora, mecánicos
graciosamente engrasados, albañiles de cemento y cal, maestros que pasean como
los chiquillos a los que reprueban por saber más que ellos, adolescentes en
busca de conquistas, mendigos que vienen a hacerle compañía a los perros
callejeros, prostitutas y homosexuales, drogadictos y carteristas, predicadores con Biblia y altavoz en mano,
parejas de novios en buscan de un mejor objeto de su amor, componen entre otros
grupos la amplía y heterogénea clientela
que recorre lenta o apresuradamente, según el estado del tiempo emocional, los
pasillos del mercado móvil.
Allí las puertas están abiertas para todos los
que quieran entrar, aunque son mejor recibidos aquellos que gustan de hacer sus
compras con dinero contante y sonante, las únicas tarjetas que se ven circular
son las tarjetas telefónicas que expenden en el cubículo de una compañía de
telefonía celular. Las diferencias se
pasan por alto, todos son bienvenidos en el paraíso de las compras al por mayor
con poco capital.
Mientras
se camina o se intenta caminar entre la gente apiñada, los automóviles y los
puestos, el olor de la comida típica
embriaga la nariz hasta dejarla
fuera de combate. Uno no sabe que olor
es el más seductor, el que va a ganar la batalla del antojo. Por un lado está el aroma de la carne asada
con sus frijoles negros, y por otro el de la birria, las carnitas, el
chicharrón, el menudo y la infaltable pizza.
A veces la comida pone en jaque al sentido del olfato. Qué diferentes serían las compras sin un
lugarcito donde detenerse a descansar y para aprovechar el tiempo, satisfacer
el hambre que queda después de haber satisfecho el apetito de artículos en
oferta.
Así pues, los puestos de comida instalados en
el área que el resto de la semana le pertenece a los botes de basura y a
los vehículos, ofrecen un servicio inestimable para los visitantes del
sobre-ruedas. Amigos y familias enteras
se sientan en torno a mesas de plástico con vestigios aún frescos del festín
anterior y se disponen a disfrutar de los exquisitos platillos de doña Chole o
como sea que se llame esa diosa de la cocina de ocasión. Un pequeño vistazo u oidazo a sus
conversaciones nos permiten conocer más a plenitud el espíritu humano, y en
particular el espíritu tijuanense. No
hay nada como una buena comida para desahogarse con un agradable sabor de boca. ¿Y de qué se habla en los comedores
provisionales del sobre-ruedas? Se habla del trabajo en la fábrica que se
vuelve cada día más pesado, del jefe que no se toca el corazón a la hora de
rebajar el sueldo por un retardo, de la enfermedad de la madre que no sólo se
acaba a la madre sino también los ahorros de la familia, de la chica que por
hermosa es inalcanzable, del chico que por mujeriego es el sueño de todas, del
partido de soccer y de la vaquita perdida nuevamente, de la telenovela de moda,
de la balacera en la que se murió el hermano del vecino, de lo “suave” que es
la vida del otro lado de la frontera, del incremento de los impuestos y del
bajo salario, de los viejos amores, del terruño que se tuvo que dejar porque
“allá está jodido, uno se muere de hambre” y de tantas otras cosas más que la
memoria se niega a retener por más vitaminas y suplementos alimenticios que uno
ingiera.
Pero
al “sobre ruedas” no se va a comer, ese
no es el objetivo principal, se va a comprar, a comprar lo que el sueldo menos
el ISPT, el ISR, la cuota del IMSS y del INFONAVIT, y el resto de impuestos que
se nos imponen para mantener nuestro glorioso nivel de vida, permite comprar. Al llamado del “pásele, pásele, pruébeselo
sin compromiso” acuden las y los compradores a los puestos de ropa nueva o
semi-nueva. Los pantalones vaqueros de
marca a cien pesos son irresistibles, el abrigo a cincuenta pesos no puede
dejarse, las prendas a dos pesos son la locura, las minifaldas a un precio de
risa quién diablos las dejaría. Qué
importa que los probadores improvisados se ubiquen en medio de mirones
imprudentes, qué importa que la camisa
escogida tenga manchas sumamente raras pero que aún así combina con el pantalón
caqui, que importan esos detalles si en la siguiente “party” los amigos se
quedaran boquiabiertos.
Y mientras unos compran ropa
otros van por herramientas, por gafas para sol, por útiles escolares, por
bicicletas, por refacciones, por chucherías con que adornar los rinconcitos de
la casa de interés social, y por una larga lista de cosas que el lector preferirá conocer por sí
mismo. Al “sobre ruedas” se va a comprar
y a olvidar, a pensar y a dejar de pensar, a pasear con el perro y con la perra
soledad, a tener charlas informales que sólo ahí pueden tener lugar, a convivir con otros
seres humanos que padecen la misma suerte que uno, a pasar con la familia un
humilde rato agradable que compense -no del todo, por supuesto- la
imposibilidad de disfrutar de otras distracciones por falta de recursos.
Para
conocer la idiosincrasia de Tijuana basta con ir al “sobre ruedas”. No trate de entender a la ciudad mediante libros,
hágalo leyendo los rostros, los gestos, los ademanes, el vocabulario de
su gente que se da cita en el mercado ambulante. El alma de las ciudades está en sus
ciudadanos. Tómese el tiempo para conocer a las mujeres y a los hombres que con
una sonrisa extraída de su habitual estado vegetativo desfilan por los pasillos
congestionados del “sobre” y empápese un
poquito tan sólo un poquito de su historia, quizá descubra que el “vamos al
sobre” no es otra cosa que el preludio de una gran excursión por las entrañas
humanas de esta nuestra ciudad de concreto blanco.