“El hombre
ha dominado al hombre para perjuicio suyo”
sentenció categóricamente uno de los pensadores más agudos en la historia de la humanidad. Pocos podrían poner en tela de juicio la
veracidad de dicha observación ante el apabullante número de ejemplos que así
lo evidencian. El insaciable apetito de
poder y de dominación altera de tal modo
el raciocinio que en su consecución, el
hombre ha perpetrado actos de execrable brutalidad. No hay principio moral capaz de contener la
bestialidad de aquellos que buscan detentar el poder cueste lo que cueste. Y aquellos que ya tienen en sus manos el
mando con espantosa frecuencia se
auxilian de la violencia para consolidarse en él.
Hace cuarenta y cinco años en México
hubo un acontecimiento que puso de relieve lo que el ejercicio abusivo e irracional del poder puede tener
como resultado. El miércoles dos de
octubre de 1968 en una manifestación pacífica orquestada por universitarios que concentró entre cinco y
quince mil personas en la Plaza
de las Tres Culturas en Tlatelolco, unos mil quinientos soldados balacearon con
pistolas, metralletas y rifles de alto poder a jóvenes, adultos, mujeres,
ancianos y niños sin el menor rastro de compasión. David Vega, líder estudiantil que discursaba en el momento en que empezó el ataque
militar, nos cuenta parte de lo ocurrido:
“En mi turno al micrófono leí el
discurso con la enjundia y el entusiasmo
de mis 22 años. Al tratar el tema de los
locutores de televisión creció el entusiasmo mientras ingresaba a la plaza de
las Tres Culturas un grupo de ferrocarrileros prendiendo las señales que usan
para su comunicación. Un helicóptero había
dado varias vueltas sobre nosotros y en un momento, cuando sobrevolaba el
Edificio de Relaciones Exteriores, arrojó sobre la plaza una bengala verde, lo
que causó una ola de expectación en la masa reunida. Sonaron los primeros disparos, que ubiqué en
la parte interior del Edificio Chihuahua. (…)
A mis espaldas se escuchaban jaloneos y gritos; en la Plaza la gente se
arremolinaba y seguían los disparos. (…)
Siento un golpe contundente en la cabeza. Todo se me oscurece. Empiezo a caer, un instinto me reclama
incorporarme, caigo, me levantan a jalones y me encuentro ante tres individuos,
uno me pone una ametralladora Thompson en el estómago, “no te muevas hijo de la
chingada”, levanto las manos y los otros dos de guante blanco -integrantes del llamado Batallón
Olimpia- me golpean con la pistola, me tiran cachazos a la cara y retrocedo
hasta la pared con las manos en alto”.
David vega fue uno de los dos mil detenidos y golpeados a culatazos por el
ejercito en una acción que según un informe de la Presidencia de la República encabezada por
Gustavo Díaz Ordaz “acabó con el foco de
agitación que ha provocado el problema” y “que se garantiza la tranquilidad
durante los Juegos Olímpicos”. Juegos Olímpicos que se inauguraron el día 12
de octubre como si nada hubiese pasado diez días atrás, como si cientos de
universitarios y personas en general no hubieran muerto a golpes o por efecto
de las armas de fuego, como si muchos otros no hubieran desaparecido durante la
infame represión en Tlatelolco. En un
país cuyo único interés en ese entonces era granjearse el respeto y la
admiración de la comunidad internacional, era vital aplacar cualquier signo de
disgusto social a como diese lugar, si se quería ser una digna sede de los
Juegos que promueven - o que dicen que promueven- altos ideales humanos. Lo importante era mostrar una imagen
atractiva y decorosa ante las naciones extranjeras, poco importaba que no correspondiera
con la realidad repugnante y abyecta que sufrían los ciudadanos.
A cuarenta y cinco años la herida no
ha terminado de cerrarse y no cicatrizará hasta que no se satisfaga el deseo de
justicia de aquellos que aún la reclaman.
Aquel acto de represión efectuado
con saña y con el beneplácito del
gobierno federal no puede relegarse al olvido, como si el paso del tiempo
eximiera de su culpa y responsabilidad a
los involucrados. El olvido es otra arma
efectiva de los criminales. Olvidar las
injusticias es tanto como alentarlas.
Olvidar las injusticias es tanto como enajenar nuestra dignidad. Olvidar las injusticias es decirles a los
abusivos “he mira, no importa cuanto sufrimiento me causes, yo no diré nada,
estoy contento con ser el saco donde descargues tus golpes”.
No, no se trata de ser rencorosos, de desear venganza, sino de hacer
cumplir la ley, de exigirle su cumplimiento a las instituciones encargadas de
su impartición.
A cuarenta y cinco años de aquellos
sucesos en que tanto jóvenes universitarios –muchos de los cuales eran
simpatizantes de la ideología comunista–
como la población en general fueron víctimas de la intolerancia, de la
prepotencia, del salvajismo institucional, debemos analizar con ojo crítico –y
muy crítico– el estado actual en que se
encuentran los órganos del país. ¿En
verdad hemos evolucionado como nación? ¿Podemos decir que el respeto a los
derechos humanos es uno de los pilares en los que hoy por hoy se sostiene el Estado? ¿Por qué pese a las experiencias vívidas
nuestro país sigue registrando casos de violencia y represión contra los ciudadanos que
ejerciendo su legítimo derecho a manifestarse salen a las calles a expresar su
inconformidad hacia el gobierno? ¿Por qué nuestro sistema judicial sigue dando
claras muestras de parcialidad, corrupción e incompetencia? Hay muchas más preguntas que hacerse, hay
muchos cuestionamientos más que debemos plantearnos y plantear a la autoridades
respectivas. Como sucede con los seres humanos, una nación no avanza si no
empieza su transformación desde sus cimientos.
Y una nación que no avanza, es una nación estéril.
A cuarenta y cinco años de la
masacre en Tlatelolco, México todavía nada sobre la escoria, y parece que así
seguirá por mucho tiempo más. A
cuarenta y cinco años la memoria todavía
duele.
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