domingo, octubre 13, 2013

A cuarenta y cinco años del 68


 

“El hombre ha dominado al hombre para perjuicio suyo”  sentenció categóricamente uno de los pensadores más agudos  en la historia de la humanidad.  Pocos podrían poner en tela de juicio la veracidad de dicha observación ante el apabullante número de ejemplos que así lo evidencian.  El insaciable apetito de poder  y de dominación altera de tal modo el raciocinio que en su consecución,  el hombre  ha perpetrado actos de execrable  brutalidad.  No hay principio moral capaz de contener la bestialidad de aquellos que buscan detentar el poder cueste lo que cueste.  Y aquellos que ya tienen en sus manos el mando con espantosa frecuencia  se auxilian de la violencia para consolidarse en él.
            Hace cuarenta y cinco años en México hubo un acontecimiento que puso de relieve lo que el ejercicio  abusivo e irracional del poder puede tener como resultado.  El miércoles dos de octubre de 1968 en una manifestación pacífica orquestada por  universitarios que concentró entre cinco y quince mil personas en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco, unos mil quinientos soldados balacearon con pistolas, metralletas y rifles de alto poder a jóvenes, adultos, mujeres, ancianos y niños sin el menor rastro de compasión.  David Vega, líder estudiantil que discursaba  en el momento en que empezó el ataque militar, nos cuenta parte de lo ocurrido:
            “En mi turno al micrófono leí el discurso  con la enjundia y el entusiasmo de mis 22 años.  Al tratar el tema de los locutores de televisión creció el entusiasmo mientras ingresaba a la plaza de las Tres Culturas un grupo de ferrocarrileros prendiendo las señales que usan para su comunicación.  Un helicóptero había dado varias vueltas sobre nosotros y en un momento, cuando sobrevolaba el Edificio de Relaciones Exteriores, arrojó sobre la plaza una bengala verde, lo que causó una ola de expectación en la masa reunida.  Sonaron los primeros disparos, que ubiqué en la parte interior del Edificio Chihuahua. (…)  A mis espaldas se escuchaban jaloneos y gritos; en la Plaza la gente se arremolinaba y seguían los disparos. (…)  Siento un golpe contundente en la cabeza.  Todo se me oscurece.  Empiezo a caer, un instinto me reclama incorporarme, caigo, me levantan a jalones y me encuentro ante tres individuos, uno me pone una ametralladora Thompson en el estómago, “no te muevas hijo de la chingada”, levanto las manos y los otros dos de guante blanco       -integrantes del llamado Batallón Olimpia- me golpean con la pistola, me tiran cachazos a la cara y retrocedo hasta la pared con las manos en alto”.     
            David vega fue uno de los dos mil  detenidos y golpeados a culatazos por el ejercito en una acción que según un informe de la Presidencia de la República encabezada por Gustavo Díaz Ordaz  “acabó con el foco de agitación que ha provocado el problema” y “que se garantiza la tranquilidad durante los  Juegos Olímpicos”.  Juegos Olímpicos que se inauguraron el día 12 de octubre como si nada hubiese pasado diez días atrás, como si cientos de universitarios y personas en general no hubieran muerto a golpes o por efecto de las armas de fuego, como si muchos otros no hubieran desaparecido durante la infame represión en Tlatelolco.   En un país cuyo único interés en ese entonces era granjearse el respeto y la admiración de la comunidad internacional, era vital aplacar cualquier signo de disgusto social a como diese lugar, si se quería ser una digna sede de los Juegos que promueven - o que dicen que promueven- altos ideales humanos.  Lo importante era mostrar una imagen atractiva y decorosa ante las naciones extranjeras, poco importaba que no correspondiera con la realidad repugnante y abyecta que sufrían los ciudadanos.
            A cuarenta y cinco años la herida no ha terminado de cerrarse y no cicatrizará hasta que no se satisfaga el deseo de justicia de aquellos que aún la reclaman.  Aquel acto de represión efectuado  con  saña y con el beneplácito del gobierno federal no puede relegarse al olvido, como si el paso del tiempo eximiera de su culpa  y responsabilidad a los involucrados.  El olvido es otra arma efectiva de los criminales.  Olvidar las injusticias es tanto como alentarlas.  Olvidar las injusticias es tanto como enajenar nuestra dignidad.  Olvidar las injusticias es decirles a los abusivos “he mira, no importa cuanto sufrimiento me causes, yo no diré nada, estoy contento con ser el saco donde descargues  tus golpes”.   No, no se trata de ser rencorosos, de desear venganza, sino de hacer cumplir la ley, de exigirle su cumplimiento a las instituciones encargadas de su impartición.
            A cuarenta y cinco años de aquellos sucesos en que tanto jóvenes universitarios –muchos de los cuales eran simpatizantes de la ideología comunista–  como la población en general fueron víctimas de la intolerancia, de la prepotencia, del salvajismo institucional, debemos analizar con ojo crítico –y muy crítico–  el estado actual en que se encuentran los órganos del país.   ¿En verdad hemos evolucionado como nación? ¿Podemos decir que el respeto a los derechos humanos es uno de los pilares en los que hoy por hoy  se sostiene el Estado?  ¿Por qué pese a las experiencias vívidas nuestro país sigue registrando casos de violencia  y represión contra los ciudadanos que ejerciendo su legítimo derecho a manifestarse salen a las calles a expresar su inconformidad hacia el gobierno? ¿Por qué nuestro sistema judicial sigue dando claras muestras de parcialidad, corrupción e incompetencia?  Hay muchas más preguntas que hacerse, hay muchos cuestionamientos más que debemos plantearnos y plantear a la autoridades respectivas.  Como sucede con  los seres humanos, una nación no avanza si no empieza su transformación desde sus cimientos.  Y una nación que no avanza, es una nación estéril.
            A cuarenta y cinco años de la masacre en Tlatelolco, México todavía nada sobre la escoria, y parece que así seguirá por mucho tiempo más.   A cuarenta y cinco  años la memoria todavía duele.

 

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