jueves, septiembre 22, 2005

SEMIFISONOMOGRAFÍA

Jamás despertador mecánico o electrónico fabricado en Japón, China o la Unión Americana podrá rivalizar con la eficiencia del que por milenios ha provisto la sabia naturaleza: el Gallo. El mío fiel a su ralea en punto de las 5:00 a. m. afina voz e inicia su ríspido cacaraqueo. Tres o cuatro emplumados tenores más se unen a él formando una singular opereta mañanera. Su resonante concierto asaetea la imperturbabilidad de mis tímpanos, obligándome a expulsar con rudeza almohadas, sábanas, colchas y pereza mientras saco adelante mis esfuerzos por levantarme de la cama.



De pie, semidespierto, bamboleando y tropezando con el mobiliario de la habitación, llego al sanitario desesperado por estar frente al espejo. Durante muchos años he asumido como decreto intransgredible el no hacer ni pensar nada antes de verme en él. Es una extraña y ardiente necesidad de mirarse, de estudiarse, de comprobar que se es el mismo retazo de historia dentro de la historia, el mismo producto de una operación matemática existencial, el mismo sujeto particular dentro de la colectividad humana, la misma insignificante pieza en el ingente rompecabezas cósmico, vaya : el mismo monigote en el teatro guiñol universal.





Mis ojos, esos pillos sepultureros enlutados, tienen el disputado honor de ser examinados primero. De iris azabache, orlados por una gruesa tira de pestañas lacias, morenas, largas y desordenadas, despiertan con el desencanto habitual. Sobre ellos se cierne la enigmática niebla exclusiva de los ojos atormentados. Poseen el gesto meditabundo y soñador impreso por las incontables páginas consumidas de los libros. Hay en ellos un ligero matiz de ingenuidad evocador de la infancia amordazada por el tiempo.



Su capacidad mengua con el transcurso de los años, teniendo como resultado el paulatino aumento de la graduación de mis anteojos: severa consecuencia de imprudentes hábitos en la niñez. Cuando cabezudo como buen chicuelo despreocupado, creía que acortando la distancia entre el televisor y yo “Charlie Brown y Snoopy” no escaparían a unos de mis intentos por asirlos. Entonces los escondería en un mugroso costal para juguetes lleno de todo, menos de juguetes. Iría al aula de 2 grado de la primaria y, ufano y desafiante, haría encogullar todos sus denuestos a mis condiscípulos, presumiéndoles los juguetes más bonitos y únicos en todo el globo terráqueo. Como era de esperar este absurdo plan de mancebo inadaptado se fue al traste, redundando a largo plazo en las escarapeladas antiparras con que remato mi atavío actual.



Menudos, taciturnos, abismales y fantasiosos, mis ojos no figurarían en los artísticos carteles de ninguna óptica famosa, no ostentaría el premio nacional a los ojos más sexis del año, mucho menos aumentaría el raiting de los programas de cultural entretenimiento de las televisoras comerciales. Con todo, faltando poco para concluir la preparatoria, una entrañable amiga mía escribióme una extensa carta donde entre otras cosas redactó: “Me enamoré de tus ojos. Tienes una bella mirada.” Sin duda, melosas palabras que a cualquiera levantarían la autoestima, aun así no sé por qué albergo la sospecha de que fueron el grotesco desenlace de alguna especie de emoción desvirtualizadora de la realidad. De otro modo no comprendo como mi ingenua amiga aventurase tan almibarado cumplido a un par de ojos desabridos y encima cegatones.



Practicado el registro oftálmico con escrupulosidad médica, avanzo al siguiente blanco de mi cuidadoso escrutinio: mi nariz. Prolongada, amplia, con una ligera elevación redondeada en la punta, permanece, monástica, en la misma hondonada donde anoche la encontré suspirando. No presenta ninguna torcedura como legado de una gresca callejera, porque hasta ahora mi cauto pacifismo la ha librado de apostar su integridad en un salvaje duelo de a puños limpios. Caliente, tibia o fría dependiendo la temperatura ambiente, silenciosa recorre conmigo las desfiguradas callejuelas de la ciudad atiborradas de contenedores de basura con los fragantes desechos por doquier, menos en los contenedores. De cuando en cuando algún envalentonado insecto volador a pretendido aposentarse en mis fosas nasales; pero sus entusiásticas perspectivas son atajadas cuando al menor indicio de peligro, el bicharraco acosador encuentra la soñada residencia entre las hospitalarias palmas de mis manos.





La graciosa elasticidad de mis ventanas nasales pudiese hallar su origen en mis virtuosas labores excavacionistas desarrolladas durante la infancia. Según consta en archivos confiables, recién alcanzados los 8 meses de vida, con la inestimable cooperación de dos dedos índices regordetes comencé sin dilación actividades explorativas en todo lo largo y ancho de mi caverna nasal. El denuedo, la persistencia y la maestría puestos en el trabajo lograron posicionarme en un privilegiado sitio en la “Granada Sociedad de Escuincles Artífices del Moco”



Alargada, abultada, resbaladiza y granujienta, mi nariz nunca rozaría la de una cotizada top model internacional, ni sería el modelo escogido en una clínica de cirugías pláticas por las adolescente con cero amor propio, mucho menos pasearía oronda con las selectas narices melindrosas de la aristocracia. Pese a ello, ande curioseando entre las chucherías de las plazas comerciales, o vagabundeando por cada bulliciosa esquina de la ciudad, o conferenciando sobre la vida de La Rochefoucauld ante un animado auditorio de 2 o 3 desubicados, jamás de los jamases, nunca de los nuncas, desconocería a quien al través de los años no ha cesado de brindarme la complacencia de percibir los extasiantes perfumes de las flores, de transmitirme el espiritual aroma de los vestidos de natura, de ofrecerme en hondo suspiro briznas del alma de mi amada Beldad incorpórea; pero sobre todo, de reabastecerme de los pulmones de la invisible corriente vital. En suma, de quien nunca ondea la bandera roji-negra y puntual lleva a acabo sus funciones: mi nariz.



Para despedirme del espejo e inaugurar el día debo comprobar, por último, si aún conservo la misma boca o si en ella se ha operado alguna rara transformación mientras dormía. Labios anchos, rugosos, húmedos; dientes macizos, blancuzcos, pequeños; y una tímida lengua pálida, integran mi apretada galería bucal. Por fortuna, ninguno acusa caprichosas alteraciones. Si bien es cierto hoy amanecieron con mayor tenebrosidad los labios, con menor blancura los dientes, con nulo fuego dicharachero la lengua, siguen conformando la misma boca que complementa la deslucida utilería de mi rostro.



En no muy pocas ocasiones como sujeta a una inmutable disciplina marcial, guarda con rigor un mutismo inexorable que ni las más asiduas y arabescas solicitudes son capaces de perturbar. Tal vez eso explique por que me he ganado la nada envidiable reputación de ser un insulso compañero de andanzas. Has los niños experimentan cierta repulsa hacia mí cuando desmotivados abandonan sus ansias de charlar conmigo escogiendo gastar sus energías mejor ya en sus jocosos juegos con los tazos, ya las aleccionadoras peroratas televisadas del Adal Ramones.



Su mortecino color carne empata a perfección con la tristeza petrificadora que la envuelve. Su descontento inveterado aborta ex profeso al embrión de una lúdrica e infantil sonrisa. Su ecuanimidad estoica ante las zarandajas de los bufones estrella fugaces de televisión, indigna a las enajenadas bocas farfallosas de alta alcurnia. Dotada con este inmejorable equipo de virtudes mi boca obraría con inteligencia si se autodeportara a la célebre y populosa “Isla de Las Bocas Solas”.



Angosta, gruesa, adusta e intelectual no aparecería en ningún futbolístico comercial de pasta dentrífica, ni el beso aplicado por ella levantaría del letargo a ninguna bella durmiente, mucho menos saldría fotografiada en la pudorosa sección de sociales de ningún rotativo decoroso. Ah, pero ¿qué boca plasma tan académicas lagunas salivales sobre las ojerosas hojas de los volúmenes como vestigio de una extenuante noche de estudios?, ¿qué boca lanza al aire robustas utopías volantes sin que cojan de inmediato la anorexia de la realidad?, ¿qué boca se ha protegido mejor contra la intrusión aérea de las moscas mercenarias?, ¿qué boca atraviesa ciénagas argumentales sin salir del todo enlodada? Afirmo, sin creerme por ello dueño de la verdad absoluta, que hasta ahora ninguna lo hace tan bien como la mía.



¡Albricias! He llegado al final de mi reconocimiento fisonómico. Celebro no haber encontrado a nadie más que a mi mismo. Con gusto corroboré que continúo siendo el mismo retazo de historia dentro de la historia, el mismo producto de una operación matemática existencial, el mismo sujeto particular dentro de la colectividad humana, la misma insignificante pieza en el ingente rompecabezas cósmico, vaya : el mismo monigote en el teatro guiñol universal.



Ahora si me siento en la libertad de abotonarme una de mis diez camisas negras que combine con la insondable negrura del panorama terrestre; de lucir uno de mis diez pantalones negros que sintonice con el encapotamiento de las cancerígenas pasiones humanas; de calzarme uno de mis diez pares de zapatos negros que encuadre con el ininteligible proyecto destructor del hombre. Y así vestido de camposanto, fuera de casa, fuera de mi augusta soledad, de espaldas al mundo y de frente a la vida, alzando suplicante los brazos al cielo, gritar a voz en cuello:



¡Heme aquí vida! Recibid pleitesía del más diminuto de vuestros hijos: Alberto Villarosas. El pequeño escritor con fantasías de Titán.

miércoles, septiembre 21, 2005

OQUEDAD


Silencio. Todo transpira punzante silencio.
Libros acribillados, quemados e inhumados,
Cuadros sellados con finos estigmas de lodo,
Esculturas impuras sobre bases de aceite,
Sonatas hartas de batutas, solfeos y tiempos,
Danzas marginadas, desvestidas y ultrajadas,
Castillos viciados detractores del Barroco.
Todo es silencio, silencio prendado al silencio.

Cavernarias efigies insinúan remembranzas
Atiborradas de garfios, lanzas y morteros;
Son gelatinosos relámpagos asfixiados
De un entonces lampiño, robusto, hospitalario.
Sucédense como sepulcros en camposanto
Rociados como aquellos de lívido plañido;
¡oh, descansa agostado músculo tronchado
Por las avorazadas navajas del pasado!