viernes, junio 09, 2006

C I C L I S T A


Muerte como la muerte que vivo y viven
otros muertos en sus mausoleos electrificados;
que al costado llevando su canasta obscura
vendimia cabezas nacidas fuera del racimo;
que la uniforme blancura del mantel mancilla
haciendo perder los estribos al encaje;
que aova en esteros de magma fundida
huevecillos de donde eclosionan aves fénix;
que con displicencia cuelga en la perchera
abultadas ojeras aburridas de sus plieges.
Esa es la muerte que en nuestros días pedalea
la tuberculosa bicicleta de la decadencia.

No aquella, la de los camposantos y hospitales,
no, esa no, esa es la confirmación de la primera,
su abogado defensor, el origen de su especie,
su golpe contundente, su reactor nuclear.
La palabra que no se dice y si se dice
ya no es palabra es clavo que clava los labios;
la pelota entre los pies de los muchachos
que tarde o temprano revelará sus entrañas de granada;
el vino reservado para la última cena descorchado
con la pompa y fausto que la ocasión amerita;
único libro que jamás hemos de leer,
pues, ahora a él le corresponde leernos.

Mírola en cuanto lugar me halle,
arriba y abajo, a la izquierda a la derecha,
en la gélida atmósfera de un banco,
en la beata solemnidad de una iglesia,
en mí mismo y en ti.
En todo lo que no nos pertenece y creemos nuestro,
en las canciones infatiles de los niños,
en las rondas melancólicas de los adultos,
en mí mismo y en ti.
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P E Q U E Ñ O
¡AH PEQUEÑECES!